domingo, 26 de octubre de 2014

Conversaciones con David Foster Wallace




Conocí a David Foster Wallace en el otoño de 2005. Sin embargo, no llegamos a hablar hasta mucho tiempo después. Él publicaba en castellano Extinción y el ejecutivo exhausto y destrozado que se refugiaba en un baño público que coloniza la portada me fascinó. Yo era demasiado joven para hablar de anomia. Wallace demasiado viejo para hablar del Ello. Ya estaba todo dicho. Yo comenzaba. Y él se acercaba a desenlaces unilaterales. Fue cuando murió, ya bien enterrado, cuando empezamos entablar contacto. Siempre he tenido una tendencia insana a relaciones poco ventiladas.

Nunca hemos compartido una mesa. O un café. No lo he visto masticar tabaco. Ni él a mí tartamudear. Pero hemos coincidido en lugares. Espacios de mutuo tránsito. Referencias geográficas que no se pueden cartografiar.




No sé dónde había estado, pero durante algunas horas no había sido en la tierra. Nunca antes me había acercado a nada igual en ningún tipo de esfuerzo emocional o intelectual.

Odio a la gente que da consejos. Siempre he tenido la sensación de que hablan de sí mismos. Difícilmente se puedan extrapolar moralejas empíricas a vivencias ajenas. Hay toda una carga de elementos emocionales que complican este trasvase de emociones. Pero sí que respeto cierta sabiduría popular. Y David Foster Wallace era uno de esos sabios geeks que podían hacerte ver en perspectiva qué estaba sucediendo en tu vida. No era, por decirlo de algún modo, gratuito. Sí, abusó de las notas a pie de página. Abusó de su tristeza. Pero en cuanto a su verdad narrativa era comedido.  

Una de las cosas que descubriréis, en los años posteriores a que salgáis de la universidad, es que conseguir ser un humano vivo de verdad, además de hacer un buen trabajo y ser tan obsesivo como haya que serlo, es realmente difícil.

Lo cierto es que no sabía que iba a hablar de mi estúpida y concisa relación con David Foster Wallace hasta que he leído sus Conversaciones (Pálido Fuego, 2012) y me ha venido todo de golpe. La evolución y los recodos vacíos de alguien que siente demasiado en la dirección incorrecta. En esta recopilación de Stephen J. Burn encontramos multitudes. Un conjunto de Wallaces que se muestran reacios y abiertos, esperanzadores y hundidos. Desde la ambición del joven hasta la humildad creativa del más anciano. En el transcurso de los años que se incluyen aquí, vemos cómo las palabras y los hechos van cambiando. Y aunque sabemos el desolador final que nos espera, uno reza para que nos hayamos equivocado. Para que sea otro el que se muere. Otro que no tenga nada que decir. Y es injusto, ya. Pero no puedes evitar volverte emocional en el transcurrir de las entrevistas y los años y saber que Wallace está al otro lado de la página hablando de la soledad sin poder hacer nada para tocarle un hombro. Para no moverte de su lado hasta que lleguen tiempos mejores. Y es la mayor putada de este libro. Por eso lo odio.

Una obra de ficción que lo sea de verdad te permite intimar con… no quiero decir que con la gente, sino que te permite intimar con un mundo semejante al nuestro en suficientes detalles emocionales como para que podamos llevarnos ese modo diferente de sentir las cosas al mundo real. Creo que lo que me gustaría que hiciera lo que escribo es que la gente se sintiera menos sola.

Dejando de lado el sentimentalismo hasta que sea realmente necesario, hay que señalar que el conjunto de las entrevistas esconden lecciones magistrales sobre escritura y sobre la literatura que merece la pena salvar. Sabiendo que Wallace compaginó su labor creativa con clases universitarias impartidas a jóvenes que querían contar algo, hay que agradecer que algunas de esas lecciones queden reflejadas en estas entrevistas. La mayor parte del tiempo puede verse el empuje que David le daba a estos principiantes, así como la dureza extrema que aplicaba en su propio proceso de escritura. La autoexigencia, la búsqueda de la perfección, la incapacidad de huir del hastío y el aburrimiento, la vergüenza y la sombra alargada de sentirse un impostor. Todas estas fuerzas antagónicas agarraban su mano a la hora de escribir su próxima obra maestra. O su próximo relato sobrecogedor. Aquello que le hacía sentir vivo, también lo estaba destrozando.

Se trata del consabido síndrome amor-odio de la seducción: En realidad no me importa lo que digo, únicamente me interesa gustarte. Pero dado que tu opinión positiva es el único árbitro de mi éxito y mi valía, tienes un poder tremendo sobre mí, y te temo y te odio por ello. Esta dinámica puedo apreciarla en mí mismo y en otros escritores jóvenes, ese deseo desesperado de agradar junto con una especie de hostilidad hacia el lector.

Y a pesar de la crítica feroz sobre personajes autoconscientes de la que tanto habla Wallace, no se puede desligar de la visión propia de sí mismo. La constante actualización del ¿quién soy?, del ¿qué estoy haciendo? y del cancerígeno ¿merece la pena? Una conciencia en expansión que evoluciona y que se separa del resto. Porque esas intenciones de vencer la soledad que según él posee su narrativa, queda obsoleta para una mente que constantemente está modificando la idea de quedarse solo. No, Wallace no puede refugiarse en el folletín. No puede volver atrás. No se permite el lujo de la obra menor. Él avanza comprometido con un arte que debe iluminar los pasajes oscuros del mundo real. Asume la responsabilidad de intentar delimitar unos valores que puedan adoptar todos esos jóvenes del nuevo milenio. Fue el primero en acusar a la diversión perpetua como uno de nuestros estigmas. La incapacidad para afrontar esfuerzos intelectuales o emocionales en un mundo en el que el porno asume por omisión que la fase de cortejo es la postura más difícil y dolorosa de todas.

Cuanto más creo en algo, y cuando más me tomo en serio algo que no sea yo mismo, menos me aburro y menos me detesto a mí mismo. Menos temeroso estoy. Cuando hace algunos años pasé aquella época difícil, tenía miedo todo el tiempo.

Nadie entiende bien del todo la literatura. Ni a las personas. La nuevas teorías, los nuevos avances en ambos campos dejan en entredicho lo que se había postulado anteriormente. La semana pasada es el sumun de la obsolescencia. Llegará otro Wallace que con su sacrificio nos hará replantearnos qué queda aún por decir y qué hay que seguir repitiendo hasta la saciedad. Llegará otro Foster Nosequé que nos haga ampliar los límites de lo que entendemos como narrativa, que nos explique que hacerse mayor es una putada de una sola dirección, que nos hable de misticismo entendido como la relación establecida con aquello que acontece dentro de nosotros y que asumimos como mandato. Llegará otro Rey David y los medios dirán de él que estamos ante el regreso del hijo descarriado de las letras norteamericanas, que por fin vuelve a casa hecho un hombre. Hecho un dios.

Pero ese tipo grande de mirada esquiva, ese tipo no va a volver. Y en ésa estamos. Llevamos asumiéndolo un tiempo. Y el sentimiento de orfandad es terrible. Seguimos rebuscando entre sus cosas con las manos desnudas. De ahí que cada cierto tiempo alguien vuelva a leer La Broma Infinita y todos miremos en esa dirección. Puede que hayamos pasado por alto algún detalle. Alguna idea. Y es que estamos a punto de entender que ya no podemos seguir recordando algo sin desvirtuarlo, sin canonizarlo. Es hora de dejar de mirar por miedo a que la imagen se vuelva borrosa y todo quede perdido en un intento vano de no querer reconocer que este tipo grande se ha ido. Ahora somos nosotros. Nosotros y los que lleguen. Nosotros y los que se asoman.

Decir adiós. Decirlo como si fuera un acto de solidaridad para con nosotros, que nos quedamos.


Los últimos años de la era posmoderna han acabado pareciéndose un poco a como te sientes cuando estás en el instituto y tus padres se van de viaje y das una fiesta. Traes a todos tus amigos y das una fiesta salvaje, repugnante y fantástica. Durante un rato es genial ser libre[…]. Pero después pasa un tiempo y la fiesta sube y sube de volumen y se te acaban las drogas y nadie tiene dinero para comprar más, y empiezan a romperse y volcarse cosas, y hay un cigarrillo encendido sobre el sofá, y tú eres el anfitrión y también es tu casa, y poco a poco empiezas a desear que tus padres vuelvan y restauren algún jodido orden en tu casa. Lo que percibo en mi generación de escritores e intelectuales o lo que sea es que son las 3.00 a.m. y el sofá tiene varios agujeros por quemaduras y alguien ha vomitado en el paragüeros y estamos deseosos de que el disfrute se termine. La labor parricida de los fundadores posmodernos fue magnífica, pero el parricidio produce huérfanos, y no hay jolgorio suficiente que pueda compensar el hecho de que los escritores de mi edad hemos sido huérfanos literarios a lo largo de nuestros años de aprendizaje. En cierto modo sentimos el deseo de que algunos padres vuelvan. Y por supuesto nos inquieta el hecho de que deseemos que vuelva. ¿Qué nos pasa? ¿Somos una panda de nenazas? ¿De verdad necesitamos autoridades y límites? Y, claro, la sensación más inquietante de todas es que gradualmente comenzamos a darnos cuenta de que, a decir verdad, esos padres no van a volver nunca más. Lo que implica que nosotros vamos a tener que ser los padres.


4 comentarios:

  1. Te felicito! Me parece muy valiente y digno leer las conversaciones de Foster Wallace, eso quiere decir que ya has saboreado sus relatos! Te querría pedir consejo, me han hablado mucho de él, y muy bien, pero no sé por cuál empezar. Me ha dado respeto desde el principio, con La broma infinita, su posmodernismo y encima su suicidio.
    Me ha encantado tu reseña! ;)

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola Eli!

      Aunque no he leído MUCHO de Wallace, mi recorrido fue 'Entrevistas Breves con Hombres Repulsivos' >>> ' La Broma Infinita' >>> Estas entrevistas. Y lo cierto es que me sirvió de calentamiento para la gran broma de Wallace.

      Empezar con sus relatos es una genial idea. Ya me dirás.

      Un saludo!

      Eliminar
  2. Lo tengo por leer y me alegro de haberlo encontrado reseñado en tu blog. Quiero leerlo, leer lo que me falta, releer La Broma, suicidio literario posmodernista pero antes pasaré por todo Gaddis. Conocí a DFW cuando se publicó La broma ... viví esos momentos en que los hábiles letores se autoimpusiron ritos de lectura para poder dominar el libro. Partirlo en dos, trama por un lado, notas en otro, separador en la página 223 para no perder de vista la cronología. Hasta más o menos los 30 tuve mucho miedo de DFW. Me apunto estas conversaciones para antes de que acabe el año. Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola Jose!

      Aunque Gaddis está llamándome todo el tiempo, lo cierto es que le tengo puestas las ganas a Vollmann. Sin duda, creo que deberíamos ir por ese camino.

      Y después de leer la broma, uno no tiene miedo a casi nada. Bueno, sí, a su relectura.

      Un abrazo!

      Eliminar